¡DIOS... S.O.S.! – 10

Teología desde la Cocina

 

            Esencialmente hay dos formas de hacer teología, o dicho de forma coloquial, hay dos formas de acercarse a Dios: una es desde los libros, la teoría que grandes santos y científicos han escrito sobre Dios; la otra es desde la experiencia, tal vez sin mucha teoría pero empapada de profunda fe, tradiciones y práctica. Ninguna de las dos es mejor, simplemente son complementarias.

             Igualmente, hay dos formas de evangelizar, o dicho también de forma coloquial, hay dos formas de anunciar a todos que Jesucristo es nuestro Salvador: una de ellas es mediante la prédica, palabras muy bien articuladas que expresan un mensaje ya sea que toque la vida de quien escuche o se base en teorías complejas para el público común; la otra es con el testimonio, tal vez sin muchas palabras, pero mediante obras concretas que anuncian los valores del Reino de Dios. Esta última, está llena de gestos personales y comunitarios de fe, actos -muchos de ellos simples, otros complejos- de verdadera caridad.

             He titulado estas líneas “Teología desde la Cocina”, precisamente para comentar con un pequeño ejemplo la forma más común y desapercibida de acercarnos a Dios y entablar con Él una relación profunda. Para muchos, cocinar es un placer, para otros puede llegar a ser una tortura y para todos es una necesidad. Son horas que se pasan primeramente pensando en el plato a realizar, de manera que satisfaga el gusto de los comensales; luego es la búsqueda y preparación tanto de los utensilios como de los ingredientes; posteriormente el acto (que se convierte en arte) de cocinar para luego ver desaparecer ante nuestros ojos en menos de media hora lo que pudo costarnos horas de trabajo. Pero allí no acaba todo; falta fregar la losa, las ollas y demás utensilios... Así transcurre cada día de quien se dedica a esta labor de cocinar, aparentemente sin mayor satisfacción, pero con gran entrega. Todos sabemos que el secreto de una buena cocina es el amor; sin este ingrediente, los alimentos cocinados serían incomibles.

             Solamente hay una forma de acercarse al misterio de Dios y es desde la sencillez de la vida. Ya el mismo Jesús lo afirmaba con gran alegría: “Yo te bendigo, Padre, porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes y se las has mostrado a los pequeñitos. Sí, Padre, así te pareció bien” (Lc 10,21). Grandes teólogos y predicadores se han dado cuenta de esta verdad, y es por ello que Santa Teresa de Jesús habla del Dios que se esconde entre las ollas y cacerolas de la cocina, mientras que Francisco María de la Cruz Jordán escribe en su diario la necesidad de terminar cada día un acto de humildad barriendo o haciendo cosas por el estilo. Pero es Santo Tomás de Aquino quien nos sorprende al descubrir esa sencillez y humildad que se encuentran en la intimidad de Dios. El gran Santo, escritor de la Suma Teológica (en sí misma una gran biblioteca con diferentes tesis teológicas), ha dejado inconclusa su obra, puesto que al tener la gran revelación mística de su vida consideró una tontería todo lo que había escrito anteriormente.

             Al cambiar nuestra actitud ante nuestras tareas diarias y descubrirlas como concreción del amor cristiano, ya sea en la cocina o en el cuidado de un enfermo o haciendo tantas otras tareas, nos puede suceder lo mismo que al Aquinino. “No hay mayor amor que el de quien da la vida por sus amigos”, nos dice Jesús en el Evangelio de Juan (15,13). Al descubrir ese amor desinteresado que surge como respuesta a un Amor mayor que nos sobrepasa, no podemos hacer más que quedar mudos y servir en silencio, como la joven de Nazareth.

             Sí, nuestra vida está llena de actividades, muchas veces sin sentido claro, las cuales pueden estarnos ocultando una faceta de Dios desconocida para nosotros hasta el momento. Seguramente si asumimos el barrer como un acto de piedad con el cual practicamos para limpiar nuestra alma, o cocinar como gesto de servicio desinteresado a los demás (¡cuántas veces esperamos ese agradecimiento que no llega!; ¿no le pasará lo mismo a Dios con nosotros?), o cuidar a nuestros enfermos viendo al mismo Jesucristo que sufre allí...  entonces en ese momento descubriremos la presencia de Dios en la rutina de nuestra vida. Únicamente, cuando en la sencillez llenemos de divinidad nuestra humanidad podremos sentir la felicidad de ser Hijos del Padre.

             Pidamos al Dios de las escobas, de las ollas y cacerolas, de las camas de hospitales y del trajinar en la rutina, que se nos descubra para poder amar como Él nos ha amado.

             Néstor A. Briceño L, SDS

Mérida, 11 de febrero de 2003