¡Dios... S.O.S.! – 4
Rezar como niños
Desde muy pequeños nuestros oídos escucharon de la boca de nuestros
padres oraciones que al ir creciendo eran pronunciadas con mucho cuidado,
repitiendo atentamente aquellas palabras dirigidas por los labios infantiles a
Dios. Son rezos de niños, podríamos pensar, pero cuando recordamos en nuestra
adultez aquellas oraciones seguramente se esboza una leve sonrisa en nuestros
labios. De esta manera, la oración infantil comenzaba a hacer lo propio en
nosotros: servir de modelo para confiar en Dios y hacerlo presente en nuestras
vidas. ¡Qué inocencia y confianza encerraban aquéllas palabras! ¡Cuántos
deseos verdaderos de ser acompañados por el ángel de la guarda, o entregar
nuestro corazón a Jesús!.
¡Señor,
enséñanos a orar!
Pero, ¿cuál es la oración que rezamos por excelencia? Indudablemente
es el “Padre nuestro”, aquélla misma enseñada por Jesús a sus apóstoles
cuando ellos le pidieron que les enseñara a orar. Así la jaculatoria
que podemos repetir constantemente (“¡Señor, enséñanos a orar!), encuentra
eco en la oración de Jesús. No quiero entrar aquí en las particularidades de
esta oración tan rica y fundamental para todo cristiano, pero deseo hacer énfasis
en que es una oración modelo, la cual al ser rezada nos va configurando
con el mismo Jesús, haciéndonos hijos del Padre con él.
Aprender a orar es un camino largo y bastante arduo, por eso debemos
comenzar de forma gradual memorizando las oraciones hechas por otros y luego rezarlas.
Es como el niño pequeño que comienza a aprender “al caletre” cada frase
del libro escolar para presentar su examen con conceptos bien precisos, pero al
pasar el tiempo es capaz de integrar todos esos conocimientos de la memoria para
hacer los propios.
Claro,
el problema con la oración es que muchas veces nos quedamos en la etapa de
rezar sin darle más sentido que una repetición de palabras, las cuales son
dichas de forma rápida para cumplir o leídas con una misma entonación y
ritmo, perdiendo de esta manera todo el sentido de cada frase. Otro problema es
que, bajo el pretexto anterior, como ya el rezo no dice nada, se deja de lado y
ni siquiera lo empleamos porque con ello perdemos cualquier espontaneidad
posible. Pienso que ambas posiciones son erradas, puesto que en el primer caso
ciertamente condenamos la comunicación con Dios a un monólogo árido en el
cual la legalidad se hace dominante y rompe la novedad del Espíritu,
mientras que en el segundo no damos la posibilidad al mismo Espíritu de hablar
en la profundidad de nuestro corazón con aquellas antiguas palabras que están
impresas en lo más íntimo de la propia alma.
Hay
muchas oraciones que son utilizadas tradicionalmente para rezar. Y cuando uso
este término, rezar, me refiero a repetir ya sea en voz alta o mentalmente
oraciones escritas o aprendidas. Entre esas oraciones están los Salmos, el
Padre Nuestro, el Ven Creador, el Alma de Cristo, el Ave María y otras muchas
surgidas tanto de la religiosidad popular como de la pluma de grandes maestros
de espiritualidad y de la liturgia oficial de la Iglesia. Las preferidas por los
niños son aquellas dos enseñadas por nuestras madres a la hora de dormir: el
Ángel de la Guarda (en sus diversas versiones) y aquélla que reza: “Jesusito
de mi vida, eres niño como yo y por eso te quiero tanto que te doy mi corazón”.
Para llegar a rezar como adulto debemos aprender primero a rezar
como niños. Si bien el niño repite las palabras y las va aprendiendo, lo
hace con gran cuidado. Pero posteriormente esas oraciones van adquiriendo otro
sentido, más pleno, más profundo. ¿Qué le dice hoy a usted, amigo lector, la
oración del Ángel de la Guarda? ¿O cómo adaptaría aquél Jesusito de mi
vida al momento actual de su vida?
Rezar no es simplemente repetir palabras, sino actualizarlas haciéndola
vida en la cotidianidad. Así en los momentos difíciles de la vida, cuando no
sabemos qué más decirle a Dios ni cómo hablarle, la oración rezada se
convierte en verdadera tabla de salvación donde reencontramos la vía de
encuentro con el Padre. Es más, el mismo Jesús en su momento de mayor soledad,
clavado en la cruz, también ha rezado el salmo 22: “Dios mío, Dios mío ¿por
qué me has abandonado?”.
Por otra parte, rezar repetidamente una oración va penetrando nuestro
intelecto y se incrusta en el alma de forma tal que la misma oración ejerce un
efecto de conversión radical en cualquier momento de nuestra vida. Esa es la
dimensión del rezo del adulto, ser capaz de entrar en contacto con el Padre a
través de la repetición pausada de las palabras dichas o saberse partícipe
del misterio rezado en el rosario al acompañarse de cada Ave María. Por eso te
invito a entrar en la apasionante aventura de rezar nuevamente como niño
saboreando aquello que Dios te quiere decir a través de tus propias palabras.
Néstor
A. Briceño L, SDS
Roma,
9 de junio de 2002