¡DIOS...
S.O.S.! – 6
Uno de los pasajes más conocidos del Antiguo Testamento es aquél donde
dice: “No se hagan ídolos, ni levanten imágenes o monumentos, ni coloquen
en su tierra piedras grabadas para postrarse ante ellas, porque yo soy Yavé, el
Dios de ustedes” (Lv 26,1). Está clara aquí la relación entre el ídolo
y la imagen; sin ninguna duda, en este texto se refiere el Señor a aquellas
figuras que son hechas por los hombres para representar a otros dioses distintos
a Él.
Pero sería tonto de nuestra parte quedarnos en esa explicación tan
sencilla. Al hablar de las imágenes, la cosa se complica un poco más
cuando recordamos las formulaciones de los mandamientos presentadas en el libro
del Éxodo y el Deuteronomio: “No habrá para ti otros dioses delante de mí.
No te harás escultura ni imagen alguna, ni de lo que hay arriba en los cielos,
ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la
tierra. No te postrarás ante ellas ni les darás culto, porque yo soy Yavé tu
Dios” (Dt 5,7-9ª; Ex 20,4-5ª).
En resumen, los dos pasajes nos dicen lo siguiente sobre las imágenes (y
cuando se habla de imágenes se refiere a todo tipo existente: pintura,
fotografía, escultura, cinematográfica, etc). Me contento en este espacio con
señalarlas:
·
Existe una prohibición
de idolatrar a la creación mediante imágenes;
·
Las imágenes idolátricas
comienzan a ser “mágicas”, es decir, se les atribuyen poderes y
personalidad;
·
Para el idólatra, en
estas imágenes se apersona la deidad.
Las imágenes idolátricas no
son cosa del pasado. Aún hoy existen, algunas veces engañando sutilmente y
otras de manera mucho más abierta y directa. El problema no está en la imagen
en sí, sino en el corazón del hombre que escapa del único Dios.
Es imposible para cualquier
persona captar la grandeza de Dios y representarla en una obra humana, porque Él
nos supera en todos los sentidos. Pretender que una obra de arte encierre la
divinidad de Dios, es un pensamiento absurdo y llega hasta lo ridículo.
Por
otra parte, la imagen es capaz de condicionar al espectador que no está educado
a contemplarla. Tal es el caso de las películas que se han hecho sobre Jesús;
aunque muchas son muy buenas (por ejemplo la de Zeffirelli, o la de Pasolini, o
la de Young) quedan cortas al querer representar el Evangelio y siempre dan
interpretaciones de los hechos, lo cual es parte de cualquier arte.
Dios
ya ha hecho su propia película, donde él mismo se ha representado. Es la película
de la historia y la imagen de Dios en esta obra es cada uno de nuestros
hermanos (Cfr. Gn 1,26-17). ¡Esta es la imagen de Dios que nos debería bastar
y ningún artefacto hecho con manos humanas es más valioso que el hermano!
Sin
embargo, debemos reconocer que al estar frente a una obra maestra, si bien no
captamos toda la grandeza de Dios, al menos algo de ella nos llega.
Pensemos en la “Última Cena” pintada por dos maestros tan distintos como
Leonardo da Vinci y Salvador Dalí. Cada una de ella expresa elementos únicos y
son una interpretación del misterio eucarístico: mientras da Vinci nos muestra
la paz del Maestro, Dalí se encarga de unirnos a toda la creación en una
profunda reverencia de adoración a la Trinidad.
Así,
orar partiendo de un ícono, una pintura, una película u otra persona
no debe ser cosa extraña para nosotros. El cristiano debe ser capaz de buscar
en todo una característica que le lleve a pensar en el Señor. Por eso la
tradición de la Iglesia nos ha dejado tantas representaciones iconográficas de
los pasajes tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, para que al
contemplarlas nuestros pensamientos vayan directo a Dios, dejando de lado el
pobre medio que es la obra maestra.
Esa
es la forma cristiana de ver el arte, dejándola en su propio lugar frente a
Dios y los demás. Con actitud de encuentro con Aquél que es irrepresentable,
pero nos ha dejado algunos pobres medios para acercarnos a su misterio. Por eso,
repito e insisto, la pintura no es Dios, las imágenes pintadas de Jesús
no son Jesús, pero nos ayudan a pensar y contemplar a Dios en
nuestro corazón.
Néstor A. Briceño
L, SDS
Roma,
9 de agosto de 2002