¡DIOS... S.O.S.! – 8

Metamorfosis

       

            Tomo prestado el nombre del famoso libro de Kafka para titular este artículo; lo hago porque trataremos sobre la verdadera metamorfosis que se opera en el ser humano y es su configuración con Cristo. En su narración, Kafka plantea la transformación sufrida por toda una familia, ya sea por causas naturales –como lo es la enfermedad del protagonista (aunque disfrazada) o el desarrollo personal de la hermana del mismo protagonista– o aquellas causas circunstanciales que obligan a cambiar –este es el caso de los padres del enfermo, quienes deben dejar de depender de su hijo.

             También nuestro proceso de conversión se va operando tanto por causas naturales como circunstanciales: la madurez adquirida con la edad, enfermedades que nos hacen pensar en nuestro destino final, hechos que se presentan en nuestra vida y nos cuestionan sobre nuestra actitud, el compartir con los demás... A fin de cuentas vamos cambiando continuamente y la persona que era ayer ya no lo será mañana.

             Solamente depende de nosotros decidir hacia dónde queremos llegar: hacia un asemejarnos cada vez más a Cristo o volvernos hacia nosotros mismos en nuestro egoísmo. En otras palabras, es aceptar o no la meta final del cristiano, la cual será lograda cuando podamos decir como San Pablo: “No vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20).  No significa esta frase anular nuestra personalidad, sino llegar a la plenitud de ella mediante una referencia clara a la persona de Jesucristo; es seguir al hombre perfecto muriendo al pecado.

             De esta manera, la imagen de Dios que se encuentra impresa en nuestro ser toma su lugar y es ayudada a desarrollarse por la presencia del Espíritu Santo en nosotros. Pero esa presencia, repito, no anula nuestra libertad sino que la potencia. Aceptar o no esa ayuda es responsabilidad de cada uno. Dejar al Espíritu Santo actuar en nosotros es debatirnos continuamente en una lucha entre el bien y el mal, buscando la mejor manera de amar a Dios y a los demás. Nunca ha sido fácil esta tarea, pero hoy parece más difícil por la gran cantidad de distractores que encontramos en nuestro camino: hallamos por todos lados la sensualidad como valor predominante, el confort se presenta como la gran meta a alcanzar por el hombre postmoderno, la grandeza del ser se ha comparado con el éxito profesional... No digo en ningún momento que la belleza, el confort o el éxito profesional no sean importantes, pero no podemos convertirlos en un absoluto, olvidando lo fundamental del ser humano que es buscar asemejarse a su creador.

             ¡Pero atención con un gran peligro! Asemejarse al creador significa buscar imitar las actitudes más humanas de su hijo Jesucristo, no es desear manipular mágicamente el universo al estilo de los dioses griegos, ni asomarnos al futuro con adivinanzas astrológicas, ni mucho menos creernos sin pecado y anunciar la venganza de Dios sobre la humanidad. No.  Esas actitudes lejanas a las del crucificado –pero muy cercanas a las de los fariseos– son una ridiculización del llamado a ser perfectos como lo es el Padre celestial (Cfr. Mt 5,48),

             Jesucristo creció en una miserable región de Galilea, sus padres eran pobres, sus seguidores humildes pescadores. Su mensaje fue rechazado por los poderosos porque les incomodaba, mientras que las prostitutas y publicanos le recibían y se convertían al escuchar su Palabra. Nosotros al menos cada domingo escuchamos esta palabra, ¿con qué actitud la recibimos, como la de aquellos que no desean vivir la metamorfosis cristiana o como quienes buscan renovar cada día la gracia en ellos?

             Asemejarse a Jesús no es tarea fácil, así lo atestiguan tantos santos que han seguido el consejo paulino: “procuren tener los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, el cual, teniendo la naturaleza gloriosa de Dios, no consideró como codiciable tesoro el mantenerse igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la naturaleza de siervo, haciéndose semejante a los hombres; y, en su condición de hombre, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil 2,5-8).

             Tenemos una gran responsabilidad con Dios, y esa responsabilidad somos nosotros mismos. Necesitamos mucha ayuda para poder vivir en obediencia a Dios. Pero no estamos solos en el camino, muchos ya lo han recorrido y nos han dejado sus experiencias en diversos escritos; otros luchan por ello y comparten aquello van encontrando en el camino. Pero quien ha sabido mostrarnos esa metamorfosis cristiana es el mismo Pablo con sus escritos. Por eso te invito a que en este tiempo leas las cartas paulinas y te cuestiones sobre tus actitudes, confrontándolas con aquellos consejos que te da este gran apóstol. Él mucho antes que nosotros gritó un S.O.S a Dios y encontró respuestas; unamos nuestra voz de auxilio a la de quienes ya la han elevado.

 Néstor A. Briceño L, SDS

Mérida, 17 de noviembre de 2002